RAÍCES

Salía de una cita médica con una empanada en la mano y decidí darme un paseo por mi ciudad. Llevaba la cámara colgada al cuello. Bajé la avenida y fui fijándome en los detalles de los portalones, los hierros que los decoraban y el destello del sol que rebotaba sobre las cristaleras. Me fijé en las duras sombras que se dibujaban en la fachada del Teatro Gayarre, al que solía ir acompañada con mi madre cuando era una mocosilla. Observé la cartelera y después, desvié la mirada hacia el hall de la entrada. Sobre el suelo de mármol se perfilaban unas sombras muy fuertes que, de pronto, desaparecían. Eran fugaces. La gente tenía prisa por llegar a casa. La jornada de trabajo ya había terminado. No me dio tiempo a hacer una foto.

Continué caminando por Carlos III y vi el edificio del Banco Santander decorado con carteles rojiblancos. Por estas fechas, se exponen las fotografías finalistas del concurso de San Fermín que convoca el Diario de Navarra. El edificio era de planta cuadrada y lo rodeé. Observé y observé. Me paraba a descifrar en cada una de las fotografías qué podría desvelarme el autor con su obra. Me parecían bellísimas. Di la vuelta al edificio y me topé con la foto de mi amiga Elena. Cogí mi teléfono, nerviosa, y marqué su número. Estaba en una reunión, pero me cogió la llamada. Se sorprendió al saber que era finalista en el concurso. Este año fue el centenario de la banda de La Pamplonesa. Me contó que llevaba varios días detrás de "esa foto". Durante tres días, Elena se colgó la cámara al cuello y caminó por las calles. Necesitaba dos músicos, pero no se los encontró ningún día. Y al cuarto día, desistió, o digamos que “casi” desistió. Esta vez salió con su móvil preparado en la mano y mientras bajaba la cuesta que lleva al mercado de Santo Domingo, vio cómo dos músicos de la banda se retiraban a casa. Es un contraluz maravilloso en blanco y negro. Es una foto elegante de dos músicos que se van alejando hacia un punto de luz y sus alargadas siluetas se dibujan sobre el suelo de adoquines y losetas, con sus instrumentos cargados a sus espaldas. Me preguntó qué era lo que más me atraía de su foto y, sencillamente, le respondí: lo libre, lo sencillo y lo costumbrista que es la foto, reflejando las ansias de llegar a casa después de un día de jolgorio sanferminero. Lo que más me gustó fue lo natural que era ese instante, sin necesidad de haber intervenido en la escena. 

Colgué el teléfono. De fondo, sonaba el reloj de la Diputación. Marcaban las cuatro  pasadas. El vacío se hacía más presente en nuestro salón de estar, la Plaza del Castillo. Unos constructores habían regresado de la hora de comer y ya habían empezado a levantar polvo de uno de los edificios que rodeaban a la plaza y se creó una pequeña neblina. Subí por la Navarrería. Pasé junto al antiguo Conservatorio de Música y vi cómo algún rezagado que había terminado tarde de trabajar esa mañana, apresuró alguna que otra bolsa de basura en el último momento. Me metí entre el arbolado de la Plaza San José. Algunos turistas curioseaban por la zona y al igual que ellos, yo también aproveché a sacar alguna foto. Por fin, llegué a mi rincón de juegos, el Rincón de Caballo Blanco. 

Este paseo había sido mis raíces: donde recordé las obras de teatro que formaron parte de mi infancia, donde cada año recordaba como una cría que llegaran las fiestas de San Fermín (y aún me sigo emocionando al pensar en ellas) y donde el Rincón de Caballo Blanco me vio corretear junto a mis hermanos y donde, una vez más, miré a los ojos de este árbol que tanto me ha visto crecer. 









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